Las joyas de las porteñas

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En este artículo, su autor da cuenta del comercio de piedras preciosas y ornamentos para las mujeres porteñas. Otra mirada sobre aquella época.

Carlos Henrique Pellegrini fue un ingeniero saboyano que llegó al Río de la Plata llamado por Bernardino Rivadavia en 1828. Su proyecto del puerto porteño y otras iniciativas hidráulicas aún en Montevideo fracasaron, pero de eso escribiremos en otra oportunidad. Sí cabe decir que fue padre del presidente de la República, Carlos Pellegrini.

Cuando el ingeniero se vio sin trabajo, a poco de llegar, decidió ganarse la vida haciendo retratos. Más de 200 salieron de su taller, por ese trabajo ganó unos 17.000 pesos y dejó, junto con otras escenas de la vida porteña y de la actividad rural, un valioso testimonio iconográfico.

Su nombre aparece algunas veces en La Gaceta Mercantil pero recién en 1942 la Asociación Amigos del Arte, presidida por Elena Sansinena de Elizalde, realizó una magnífica exposición y en 1946 editó un libro con prólogo de Alejo González Garaño y epílogo de Carlos Ibarguren, estando a cargo de aquella señora las notas biográficas.

Entre las retratadas encontramos a Agustina Rosas de Mansilla, Salomé Cascallares de Villegas, Secundina de la Iglesia de Castellanos, Manuela Suárez Lastra de Garmendia, Juana Costa de Beláustegui, Manuela Aguirre de García, Pilar Spano de Guido, Pastora Botet de Senillosa, Salomé Maza de Guerrico y Genara Peña Lezica de Bunge.

Muchas de ellas lucen magníficas joyas: ¿dónde las adquirían, quiénes eran los creadores de esas piezas? Como siempre nuestra Gaceta Mercantil nos da respuestas. En su edición del 23 de setiembre de 1826 informa que el orfebre inglés Roberto Leys, “recién venido de Londres”, con taller instalado en la calle de la Catedral 120, tiene a la venta “un magnífico collar de brillantes y de perlas, otro de perlas, varios relojes, algunos de ellos con música, y otros muchos renglones. Hace toda clase de obra de joyería con la misma perfección que en Inglaterra. Compra oro usado”.

Un francés de apellido Blondel editó ese año un almanaque político y de comercio de la ciudad de Buenos Aires cuya reproducción facsimilar con prólogo del doctor Enrique Barba se dio a conocer hace casi medio siglo, en 1969.

En aquel volumen no aparece Leys porque aún no se había establecido pero si otros relojeros como Santiago Antonini en la calle Potosí (actual Alsina) 237; Antonio Gómez Castro en la misma calle al número 49; Casey y Aliver Lebreton en la calle Plata 33; y los joyeros José Macacia en la calle Perú 16 y Enrique Isamudes en la de la Catedral 52.

En los altos de la calle Perú 78, anunciaba en La Gaceta Mercantil el 15 de julio de 1828, que “se vende una factura de sortijas, alfileres y zarcillos de brillantes y diamantes rosas, sellos y llaves de oro”.

Uno de los mencionados, Antonini, fue un personaje de ribetes novelescos. Nació en Saluzzo en 1768, se estableció en Buenos Aires y ejerció el oficio de relojero, con vivienda y taller “en la esquina tras de Santo Domingo”. En 1795, por orden del alcalde Martín de Alzaga, fue sometido al tormento en el potro, presuntamente sindicado como uno de los integrantes de la “conspiración de los franceses” que fue estudiada por Exequiel César Ortega y recientemente por Janie Larroquette. Delatados por un negro esclavo llamado Pedro, en la quinta de Lorea, donde funcionaba una fábrica de pastillas de carnes del conde Luis Henrique de Liniers y en la panadería de Luis Dumont, se daban cita estos extranjeros peligrosos.

Antonini soportó con entereza la tortura de las sogas y la púa de acero introducida en las uñas y la carne de sus dedos. Sin delatar a nadie quedó libre, pero lleno de odio contra Alzaga.

En su historia de Manuel Belgrano, Bartolomé Mitre afirma que el 5 de julio de 1812, el día de la ejecución de Alzaga, “al pie de la horca en que fue suspendido su cadáver, un hombre abriéndose paso por entre la apiñada multitud, llegó desolado hasta el pie del suplicio, abrazó con delirio el sangriento madero, lo cubrió de besos, volviendo de vez en cuando hacia el pueblo su rostro cubierto de lágrimas en que se dibujaba un gozo intenso, y derramaba al mismo tiempo en torno suyo monedas de plata a manos llenas. Este hombre era un francés, a quien Alzaga había dado tormento en 1795”. Algunos autores suponen que el inesperado protagonista de tan macabro espectáculo fue Antonini. De nuevo en Buenos Aires, ejerció la profesión hasta su muerte el 30 de setiembre de 1831.

* Historiador. Académico de número y vicepresidente de la Academia Argentina de Artes y Ciencias de la Comunicación

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