Un premio olvidado en Buenos Aires y otros avisos

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Los avisos publicados en el primer gran diario porteño dan cuenta además del caso de un defensor de la ciudad que murió a manos de los ingleses pero dejó su legado.

Muchas veces, después de ver la película “Toc,toc”, nos miramos en el espejo y vemos la preocupación por olvidarnos ciertas cosas y cómo regresamos sobre nuestros pasos. Pero los olvidos y las distracciones fueron y serán de siempre.

Algo así le pasó a nuestro ignorado personaje, vecino o no de Buenos Aires, que el 23 de setiembre de 1826 era buscado por la policía a través de los avisos de La Gaceta Mercantil, ya que no se había presentado a pesar de haber sido convocado por medio de carteles y en los periódicos locales.

¿Qué le pasaba a este señor o señora?: había comprado una cédula o rifa con el número 174 bajo la suerte de San José de Flores y el 7 de junio había obtenido el premio mayor, un “Santo Cristo tallado, con su urna o nicho, tasado en 491 pesos”.

El valor del premio no era menor si lo comparamos con que era casi equivalente al impuesto que habían pagado los hermanos Anchorena el año anterior: 445 pesos.

Lo cierto es que el ganador debía presentarse dentro de los quince días para retirarlo, de lo contrario la imagen iba a pasar a la capilla del cementerio del Norte o de la Recoleta. Cuál habrá sido el fin de la imagen no lo sabemos.

En ese mismo número de La Gaceta leemos que en la escribanía de Marcos Agrelo podían dar información sobre una quinta de varias cuadras situada en San José de Flores, con una plantación de 30.000 duraznos y una casa habitación en el mismo pueblo.

Inimaginable eso hoy pero si alguien desea saber algo más, con ir al Archivo General de la Nación puede recorrer el protocolo del mencionado notario, donde seguramente encontrará el nombre del vendedor, del comprador y también el valor de la propiedad.

Don Juan José Canavery ocupaba uno de los cuartos de la recova el número 36, que miraba hacia la fortaleza, y a él debía recurrir el interesado en comprar en Quilmes una chacra propiedad de José María Palomeque, de 400 varas cuadradas, zanjeadas (no olvidemos que se desconocía el alambrado y era una forma de evitar que la invadieran animales), también tenía un monte de duraznos, “dos piezas de ladrillo y techo, otro cuarto y cocina, dos piezas más de quincha que sirven de pulpería y trastienda con su mostrador; un galpón más por construirse y varios útiles propios para el trabajo en ella”.

También se vendía un terreno en la plaza de Lorea, “en la calle de la Victoria”. Digamos que esa calle se llamó así después del triunfo sobre los invasores británicos, en 1806 y 1807, y mantuvo ese nombre hasta el siglo pasado, en que se la denominó Hipólito Yrigoyen.

Isidro Lorea, dueño de los terrenos de la zona, llegó a Buenos Aires en 1760 y se dedicó al comercio, gracias a lo que obtuvo una considerable fortuna. Su matrimonio en 1768 con Isabel Gutiérrez Humanes de Molina y Echeverría, de una antigua y distinguida familia porteña, lo incorporó a la gente más vinculada de la ciudad. En 1782 compró unos terrenos al oeste, a pocas cuadras de la Plaza Mayor, de los cuales poco antes de morir donó una parte para construir una plaza, en medio de sus propiedades, para la parada de las carretas que venían de la campaña conduciendo frutos para el abasto de la ciudad.

Exitoso tallista, organizó un taller de carpintería para enseñar el oficio a los interesados. En 1785 ejecutó el retablo mayor de la catedral de Buenos Aires y construyó una importante casa para vivienda del deán Pedro Ignacio de Picasarri. En marzo de 1790 comenzó a edificar la iglesia y convento de las capuchinas.

Durante las jornadas de julio de 1807 fue gravemente herido por los británicos, a consecuencia de lo cual falleció cinco días después. Su esposa murió también a los pocos días, por una herida de bayoneta, cuando su casa de “las afueras de la ciudad” era saqueada por los invasores.

Lleva su nombre la plaza desde 1808, como homenaje a su memoria, y también la calle Lorea, que años más tarde pasó a llamarse Luis Sáenz Peña. Durante muchos años, hasta que se convirtió en una verdadera plaza con árboles y jardines, en 1860, ese lugar fue conocido con el nombre de “Hueco de Lorea”, primitivo estacionamiento de carretas que venían del norte del país y depositaban basura en tiempos del gobernador Juan Manuel de Rosas.

En el centro de esa plaza se levantó el primer tanque de agua corriente de la ciudad, que funcionó de 1869 hasta 1887. Hoy las estatuas de Mariano Moreno y de José Manuel Estrada ocupan parte del viejo predio de aquel guipuzcoano, don Isidro Lorea. Y ya vendrán otros avisos con historia.

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