Fray Mamerto Esquiú desde los altares

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La figura del “apóstol y ciudadano”, que acaba de ser designado beato por el papa Francisco, se agranda con el tiempo. Su sermón del 9 de julio de 1853.

El pasado viernes 19 de junio, el papa Francisco autorizó a la Congregación para la Causa de los Santos del Vaticano a “promulgar el decreto sobre el milagro, atribuido a la intercesión del Venerable Siervo de Dios Mamerto Esquiú, de la Orden de los Frailes Menores, Obispo de Córdoba (Argentina); nacido el 11 de mayo de 1826 en San José de Piedra Blanca y fallecido el 10 de enero de 1883 en La Posta de El Suncho”.

Así lo anunció la oficina de Prensa de la Santa Sede y en Buenos Aires la Conferencia Episcopal Argentina, y especialmente el obispado de Catamarca, en cuya jurisdicción se encuentra el lugar de nacimiento y fallecimiento del fraile, y el arzobispado de Córdoba, del que fue titular.

Las contingencias de la pandemia, la celebración del bicentenario de la muerte del general Manuel Belgrano, fueron sin duda el motivo por el que esta noticia que llena de regocijo a esas provincias y a todo el país, por lo que significa la figura del venerable y humilde sacerdote que se consideraba indigno del orden episcopal, no tuviera la trascendencia que era de esperar, como lo advertimos con el director de La Gaceta Mercantil.

Dispuestos a salvar ese olvido, vale la pena recordar a Esquiú a horas apenas de un nuevo aniversario de la Independencia, por el famoso sermón que pronunciara en la iglesia matriz de Catamarca un 9 de julio de 1853, cuando lo definió como “el día más grande y célebre con el doble grandor de lo pasado y de lo presente, en el día que se reúne la majestad del tiempo con el halago de las esperanzas”.

Honrado en ocupar la cátedra sagrada, ese sermón lo preparó e hizo hablar su corazón evocando la gesta del pasado: “He dicho, señores, que mi propósito es fundar las glorias de mi patria en los acontecimientos que se abrazan en el 9 de julio, y enunciar aquéllas verdades que dicen en relación al bien de ella: ni sería lo que debo ser como sacerdote y como patriota, si solo me ocupara en perorar sobre la justicia de la independencia, sobre el heroísmo de sus defensores, en contemplar eternamente el sol de mayo y lanzarme fascinado en ese idealismo poético”. Pero agregó que esa consideración parecía aún necesaria de ser repetida “hasta que se haga carne en la clase dirigente del país”. “Basta de palabras que no han salvado a la patria. Aplaudo, felicito, me postro ante los héroes de la independencia; cantaré vuestras glorias, tributo mi admiración a la nobleza de los argentinos; pero también señalaré sus llagas, apartando los ricos envoltorios que encubren vuestra degradación. Se trata, señores, de edificar la República Argentina, y la religión os envía el don de sus verdades”, aseguró.

Esquiú recordó entonces la historia reciente, llena de guerras civiles con su saldo de muertes y de desunión, y por eso se alegraba de la Constitución recién promulgada en Santa Fe y finalizaba con estas palabras: “Obedeced, señores; sin sumisión no hay ley; sin ley no hay patria, no hay verdadera libertad: existen sólo pasiones, desorden, anarquía, disolución, guerra y males de los que Dios libre eternamente a la República Argentina”.

Acalladas sus palabras, los asistentes, en un hecho no común en aquellos tiempos, se pusieron de pié y aplaudieron largamente a ese joven sacerdote que tenía apenas 27 años y cinco de ordenado. El mismo Justo José de Urquiza y hasta en Buenos Aires el “estado rebelde”, como bien lo tituló María Sáenz Quesada, tributaron su reconocimiento al orador y a sus palabras.

Quizás la mejor definición de la trayectoria de Esquiú la dio el recordado profesor Armando Raúl Bazán, en la biografía publicada hace casi un cuarto de siglo, cuando lo definió como “Apóstol y ciudadano”. Hoy, seguramente, desde allá arriba don Armando le agregaría con inmensa satisfacción “beato”.

* Historiador. Vicepresidente de la Academia Argentina de Artes y Ciencias de la Comunicación

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