Ha corrido ya mucha tinta acerca de las verdaderas razones que dispararon la Revolución de Mayo. Cuando comienza a reposar el polvo después de los fastos mayas, Carlos Tonelli nos aporta un escrito esclarecedor.
A las tres de la tarde del sábado 26 de mayo de 1810, la mayor parte de las autoridades del Buenos Ayres revolucionario prestaron juramento de “reconocimiento y obediencia” a la Junta de Mayo; al día siguiente, el domingo 27, lo hicieron las tropas, los miembros del Tribunal de Cuentas y los ministros de la Real Hacienda.
Presenció estos juramentos el comandante de las fuerzas de tareas británicas que se encontraban apostadas en el Río de la Plata, el comodoro Charles Montagu Fabian y su oficialidad. Los buques ingleses que conformaban esa task force, el “Mutine”, el “Pitt” y el “Misletoe” lucieron totalmente empavesados (embanderados) e hicieron salvas de artillería en honor. La alegría de los ingleses era comprensible.
Pero hagamos un poco de historia…
Don Baltasar Hidalgo de Cisneros y la Torre Ceijas y Jofré, caballero de la Orden de Carlos III, (más conocido entre nosotros como el Virrey Cisneros y en Europa como el Sordo de Trafalgar), fue el último virrey español con poder efectivo sobre todo el Virreinato del Río de la Plata, nombrado a la edad de 54 años, en febrero de 1809, un año y tres meses antes de la Revolución de Mayo que puso fin a su gobierno.
Se embarcó para América del Sur en Cádiz, en mayo de 1809 y llegó a Montevideo el 30 de Junio. El 12 de Julio está en Colonia del Sacramento y a fin de mes en Buenos Aires. Le llevó cinco meses y dieciocho días llegar a sentarse en su trono; le quedaban entonces, menos de diez meses de virrey.
Al momento de su partida, Cisneros conocía la firma del convenio Apodaca-Canning (Juan Apodaca era el embajador español en la corte inglesa, y George Canning era el Ministro de Relaciones Exteriores de Inglaterra), acuerdo por el cual los españoles habían aceptado el fin de su “mercantilismo” y los puertos de América española se abrían al comercio inglés. Los ingleses estaban tan seguros que los puertos se abrirían, que mientras el nuevo virrey cruza de Colonia a Buenos Aires, observa al menos 20 buques ingleses llenos de mercaderías, esperando su autorización para desembarcar.
No necesito aclarar que los barcos bajaban su mercadería con o sin autorización, como habían hecho siempre. El contrabando era activo. Los contrabandistas formaban una colonia unida y bien identificada.
Como decía, en agosto y con el virrey recién llegado, dos de esos conocidos contrabandistas, Mister John Dillon y Mister John Thwaites le piden a Cisneros que les permita bajar y vender las mercaderías que estaban a bordo de uno de esos buques por derecha amparándose en el tratado Apodaca-Canning y argumentando que lo solicitan como “…vasallos de una nación amiga y aliada con la española…”, “…por la vía de protección y favor…” y “…que las ventas de estos productos, en nada pueden perjudicar los de las fábricas de la nación…”. (sic)
El virrey sabe que si concede, deberá autorizar a los demás buques de la rada. Tanto por el tratado como por los problemas financieros que el virreinato enfrentaba, él desea conceder la petición, pero no quiere hacerlo sin cubrirse. Da vista de lo solicitado por estos ingleses al Consulado y al Cabildo, haciendo notar la necesidad urgente de arbitrar recursos “para cubrir el déficit del erario” y por tratarse “del comercio con una nación amiga y aliada”. (sic)
El 6 de noviembre finalmente se firma un reglamento de libre comercio por el cual se acepta la introducción de mercaderías extranjeras (no dice expresamente inglesas) bajo las siguientes condiciones:
- los consignatarios serían solamente comerciantes y españoles;
- no habría prohibición de manufacturas pero tendrían un recargo del 12% por encima del almojarifazgo tradicional a mercaderías importadas que era del 5%;
- se prohibían los aceites, vinos, vinagres y aguardientes (para beneficiar la producción andaluza) y,
- no se podría pagar con metálico sino con otros bienes producidos en el país.
Cisneros aceptó el comercio inglés como un mal inevitable, “… pero en cuanto varíen las circunstancias tendré especial cuidado en que se observen las leyes de Indias exactamente…”, como le escribe para informarle a la Junta Central en Cádiz.
En cuanto fue visible que los comerciantes ingleses burlaban el reglamento cobrando en metálico, ordena en diciembre de 1809 su expulsión, en un plazo de ocho días. Los afectados, ex contrabandistas ahora comerciantes honestos reunidos bajo la Sociedad de Mercaderes de Londres con Alejandro Mackinnon como Presidente, el 28 de diciembre reclaman al capitán de la fragata de guerra “Lightning”, estacionada en el Río de la Plata, que convenza al virrey de revocar tal decisión en defensa de sus intereses. El 29 de diciembre el virrey atiende a este capitán (…), y presionado también por el poderoso Lord Strangford el 19 de enero de 1810 termina aceptando conceder un plazo improrrogable de cuatro meses para el comercio inglés, que vencerían el 19 de mayo de 1810.
Como anticipé en el título de estos apuntes, el 19 de mayo de 1810 venció el plazo improrrogable concedido por el virrey Cisneros para que los ingleses se fueran del Río de la Plata…
El resto de la historia es conocida. Justo ese día comenzó la famosa semana de mayo, y al que se le venció el plazo en forma improrrogable fue al Virrey.
La historia tiene estas coincidencias, ¿no?