Los dedos mágicos de la policía científica

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Hace 90 años falleció en la ciudad bonaerense de Dolores el detective Juan Vucetich, creador del sistema dactiloscópico argentino de identificación personal mediante las huellas de los dedos de las manos.

En 1892, Francisca Rojas resultó condenada por un doble filicidio que cometió en la ciudad de Necochea luego de que su marido, Ponciano Caraballo, la abandonara. La novedad del caso fue que la policía usó, por primera vez, la técnica de las huellas dactilares para descubrir a la asesina.

La utilización de huellas dactilares con fines identificativos fue revelada en 1884, durante la “Exhibición Internacional sobre Salud” de Londres, por el antropólogo inglés Francis Galton (1822-1911), quien verificó dos particularidades: su invariabilidad a lo largo de los años y su carácter distintivo entre personas, incluso entre hermanos gemelos.

Galton no sólo propuso usar ese sistema para individualización, sino que señaló 40 rasgos para la clasificación de las impresiones. Esa técnica fue tomada de inmediato y mejorada por el detective dela PolicíaBonaerenseJuan Vucetich -fallecido hace 90 años, el 25 de enero de 1925-, quien antes de nacionalizarse argentino se llamaba Ivan Vucetic y había nacido en Hvar, actual Croacia, el 20 de julio de 1858.

La precisión y la velocidad del investigador croata fue tal que, ya en 1891, la policía provincial tenía un incipiente registro dactiloscópico de delincuentes en base a 101 atributos específicos que había descubierto Vucetich, según relata en sus libros “Instrucciones generales para el sistema antropométrico e impresiones digitales” e “Idea de la identificación antropométrica”.

Claro que en una época sin Internet nadie conocía la existencia de una pericia de tamaña exactitud. Mucho menos Francisca Rojas, una campesina de 26 años que vivía en un rancho de adobe y paja de las afueras de Necochea con su pareja, Ponciano Caraballo, y los hijos de ambos Ponciano, de 6 años de edad y Felisa, de 4.

El 29 de junio de 1892, Caraballo dejó la casa familiar después de una pelea con su esposa y le prometió que regresaría en cuanto encontrara otro hogar para llevarse a los chicos, víctimas de constantes maltratos de la madre.

Furiosa por el abandono, Francisca decidió vengarse y urdió una estratagema que inculpara a Caraballo y, de ser posible, a su amigo y compadre Ramón Velázquez, un vecino del paraje a quien ella responsabilizaba por la disputa. La mujer agarró una cuchilla de cocina y, cegada por el odio, degolló a su hijo Ponciano y a su hija Felisa. Luego, los arrojó sobre la cama y se tajeó el cuello.

Unas horas más tarde, Caraballo retornó con su compadre Velázquez para llevarse a los niños y un paquete de ropa, pero halló la puerta atrancada por dentro. Como al dar voces para que abrieran nadie contestaba, los gauchos tomaron una pala del galpón y derribaron la entrada. El espectáculo era aterrador: la sangre empapaba los lienzos de cama, el piso de tierra, las paredes de madera y los tres cuerpos.

A pesar de su desfallecimiento, Francisca estaba con vida. Su esposo le ciñó entonces la herida del cuello con un trapo y Velázquez corrió hasta el pueblo en busca de un médico. Los niños, en cambio, habían muerto. La policía de Necochea no tardó en enterarse de la tragedia por el médico y un oficial se presentó al otro día en el rancho, justo en el momento que Francisca Rojas volvía en sí de su desmayo por la pérdida de sangre. La mujer aprovechó la situación y acusó a Velázquez de haberla atacado y cometido ambos homicidios, ante la sorpresa y el espanto del marido. Su versión era que el compadre la había atacado con un palo, le había pegado una paliza e intentado degollarla cuando había quedado sola. El motivo, que quería llevarle los niños a Caraballo.

La “historia” de la mujer no tenía mucho sentido porque, si Velázquez hubiera querido ayudar a su amigo, jamás hubiese tocado a los niños. En el peor de los casos, la habría asesinado a ella. Tampoco había un indicio que ligara al vecino con los homicidios, dado que la puerta y las dos ventanas del rancho estaban cerradas por dentro.

Otro hecho insoslayable era que para matar a Ponciano y a Felisa se había usado un cuchillo de cocina. El gaucho Velázquez, como todo hombre de campo, no salía de su tapera sin llevar un facón en la cintura. ¿Por qué se habría aferrado a un cuchillo desafilado si quería degollar? No obstante estas evidencias, la policía de Necochea creyó en el testimonio de Francisca y detuvo a Velázquez, quien negó en los interrogatorios estar relacionado con el doble homicidio. En la tercera serie de preguntas, la policía lo torturó para que confesara…

La explicación de la madre no le cerraba al médico que la había atendido en el rancho. No bien la revisó otra vez en el hospital, advirtió que apenas tenía un pinchazo en la garganta y que no había sido golpeada, al menos en las últimas semanas.

El doctor le comunicó a la policía sus sospechas y el comisario de Necochea, de apellido García, ordenó un careo entre Rojas y Velázquez. Ambos mantuvieron sus versiones hasta que intervino un inspector de la policía bonaerense, Eduardo Álvarez, quien había sido designado para instruir el sumario. Cuando el oficial le consultó dónde estaba arma, ella se quebró.

El 12 de julio, Álvarez escribió en la causa que Francisca había reconocido que “ofuscada porque su marido la había echado de su lado y le iba a quitar sus hijos había resuelto matarlos, quitándose ella la vida, pues prefería ver muertos a sus hijos y morir, antes que aquellos fueran a poder de otras personas”.

El instructor observó además que si el gaucho Velázquez hubiese querido matar, su objetivo hubiera sido Francisca y no los hijos: “En este caso resultaba lo contrario, pues era ella quien menos había sufrido, puesto que la herida que presentaba no era suficiente para dejarla muerta”. También, hizo notar que el arma había sido escondida “entre el pajar del techo del rancho, encima de la cama” donde estaban los cadáveres.

El expediente contiene asimismo una crítica a los métodos brutales de la policía que no puede dejar de remarcarse: “No creo deber silenciar las irregularidades que se han cometido con motivo de este hecho, para arribar a su completo esclarecimiento, pues he podido observar que el señor comisario de Necochea, olvidando por completo las prohibiciones que establece nuestro reglamento, y todo buen sentido, ha incurrido en la grave falta de aplicar castigos morales a la autora del crimen para obtener su declaración, llegando hasta establecer una capilla ardiente, donde colocados los cadáveres de sus dos hijos, fue llevada a deshoras de la noche; único medio que creyó adoptable para conseguir lo que se proponía, sin tener en cuenta que, aparte de faltar abiertamente a su deber, tenía mil otros medios de qué valerse que le hubieran dado el mismo resultado y mucho más en un hecho como éste, cuyas huellas no dejaban duda acerca de quien fuera su autor”. Un comentario que causa, aun hoy, escalofríos.

De todos modos, Álvarez no quiso fiarse de los testimonios contradictorios para cerrar el caso y resolvió estudiar los indicios en el lugar, como le había enseñado su maestro Vucetich. El inspector sostuvo que “las manchas de sangre que se notaban en la ventana del interior y en la puerta correspondían a una mano chica y no a la del acusado Velázquez”.

Fue por eso que se llevó aLa Platados maderas del rancho con señales de dedos y les ordenó a Francisca y a Velázquez que imprimieran en unas tarjetas sus huellas dactilares. En el laboratorio montado por Vucetich enla Policíadela Provinciade Buenos Aires, no quedó duda de que la asesina había sido Rojas, la primera persona en el mundo en ser condenada por el descubrimiento de Francis Galton.

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