Por Mariana Heredia
En América Latina, el término «oligarquía» tiene una larga historia, ha organizado numerosos combates políticos y sociales, y sigue operando en la visión del mundo de los sectores progresistas. Pero ¿en qué medida sirve para entender el capitalismo actual y sus ramificaciones en la región?, ¿qué peso tienen los viejos apellidos patricios y cómo se modificaron sus actividades? y, en fin, ¿sigue teniendo sentido su uso?
Una sorpresa
Un petit hotel sobre la calle Florida de la ciudad de Buenos Aires, una placa de bronce con el nombre de la entidad, luego el fumoir, la peluquería, la escalera de caracol y por fin los sillones de tapicería floreada, la vajilla de plata y porcelana, el escritorio de madera maciza delante de un ventanal. Un mensaje titulado «audiencia con el Presidente», recibido por mail en abril de 2001, me había permitido, unos días antes, franquear la puerta. Ahí estaba el principal dirigente de la Sociedad Rural Argentina1, un hombre de apellido patricio, maduro y robusto, dispuesto a conversar conmigo sin apuro. Más tarde me conduciría a la biblioteca, donde sus empleados me facilitaron las actas que registraban la contabilidad de la organización y cada discurso de las autoridades, de aparición muy frecuente en la prensa. Durante nuestra charla, el dirigente rural se encargaría de subrayar el aporte de los «hombres de campo» al progreso del país, de insistir en la responsabilidad de las elites en el destino de la nación. Al hacerlo, se referiría a las dirigencias en un sentido amplio en el que obviamente él se incluía.
Semanas más tarde y después de una insistencia férrea, logré acceder a un ignoto departamento de la city financiera porteña. Allí se ubicaba la sede de la Asociación de Bancos de Argentina, la organización que por entonces representaba a los principales bancos privados (nacionales y extranjeros) del país. A pesar de mi perseverancia y de todos los membretes académicos que pude movilizar, ninguna de sus autoridades aceptó recibirme. Terminaron atendiéndome dos empleados de rango medio, celosísimos de la información que les solicitaba, ofreciéndome documentación escasa y a cuentagotas. Al recorrer la prensa, también los periodistas se quejaban de la reserva de los banqueros y de sus representantes. En medio de una crisis monetaria y financiera, en sus pocas apariciones públicas, los dirigentes de la banca exigían el respeto de las leyes del mercado, atribuyendo todas las dificultades de la nación a los errores de su «clase política».
Una mirada superficial podría haberme llevado a concentrar mi atención en los hombres de la Rural, herederos confesos de la vieja oligarquía. Eran ellos finalmente quienes se mantenían por generaciones dentro de los estratos superiores, quienes reconocían su riqueza y su poder, quienes delimitaban un círculo selecto de familias honorables, quienes se exhibían con orgullo a plena luz del día. No obstante, al cotejar con otras fuentes, entendí que tomar ese camino habría sido un gran error. Aun cuando algunos fueran descendientes de linajes coloniales, las autoridades de la Sociedad Rural no eran particularmente ricas ni lograban que el gobierno respondiera a sus reclamos. En las antípodas, muchos banqueros detentaban una prosperidad más reciente o eran gerentes cosmopolitas, pero gestionaban enormes patrimonios, desarrollaban negocios que les habían procurado cuantiosas ganancias y lograban doblegar a las autoridades con un discurso imperativo e influyente. Sin otros elementos de juicio, la forma en que se hacían visibles y se presentaban a sí mismos me habría llevado a conclusiones equivocadas: los hombres de la Sociedad Rural no eran tan opulentos y poderosos como pretendían ni los de la Asociación de Bancos tan marginales e irrelevantes como aparentaban2.
La sorpresa abrió en mí un primer interrogante: ¿y si por perseverar en el estudio de la elite tradicional perdía de vista a quienes se imponían en la economía y la política? ¿Y si replicando estudios hechos en otros países u otros tiempos perdía de vista el modo en que se estructuraban ahora las desigualdades? ¿Y si en lugar de regodearse en la distinción de sus privilegios las nuevas elites cultivaban una persistente discreción?
De Aristóteles a América Latina
De raíces griegas que combinan el pequeño número con las tareas de mando, la noción de oligarquía se opone, desde los escritos aristotélicos, a la democracia. Aunque la definición parezca diáfana, las controversias persistieron desde la elaboración de la Política cuatro siglos antes del nacimiento de Cristo3. La connotación negativa atribuida tempranamente al término no reposaba solo en la contraposición del gobierno de pocos con aquel de las mayorías, sino que remitía también a los orígenes y la orientación de quienes detentan el poder. Para algunos, los oligarcas refieren siempre y en todo lugar a los ricos, aquellos que acumulan y atesoran riquezas en detrimento del resto. Para otros, los oligarcas son aquellos que, más allá de sus patrimonios y trayectorias, abandonaron la búsqueda del bien común para atrincherarse en la defensa de intereses particulares.
Anclado en esta tradición clásica, Wilfredo Pareto renegaba de la contraposición que le servía de fundamento. De acuerdo con el padre de la teoría elitista, «[e]xcepto en intervalos muy breves de tiempo, los pueblos están siempre gobernados por una minoría». Lejos de ser una desviación, el fenómeno oligárquico, entendido como el gobierno de unos pocos, era el destino necesario de todos los regímenes políticos a lo largo de la historia. Ahora bien, según el teórico italiano, esto estaba lejos de significar que siempre gobiernan los mismos. En sus palabras,
de acuerdo con una ley fisiológica, las elites no duran. Como consecuencia, la historia del hombre es la historia del continuo reemplazo de ciertas elites: algunas ascienden y otras declinan. (…) Claro que la nueva elite que busca sustituir a la vieja, o al menos compartir su poder y sus honores, no admite su intención de manera franca y abierta. En lugar de eso, asume el liderazgo de los oprimidos, declara su decisión de actuar no por su bien, sino por el bien de las mayorías y así va a la batalla: no por los derechos de una clase restringida, sino por los de toda la ciudadanía. Por supuesto que, una vez obtenida la victoria, subyugará a sus aliados o les ofrecerá solo algunas concesiones formales.4
Fecunda para caracterizar a los regímenes de todos los tiempos, la oligarquía adquirió en América Latina una referencia histórica singular. Grandes carismas visionarios, hábiles para el desarrollo de actividades primarias o extractivas, que lograron garantizarse a sí mismos y a los suyos estabilidad en el universo de la riqueza, con lazos jerárquicos claros sobre las poblaciones nativas y sus trabajadores; miembros conspicuos de círculos selectos, deseosos de vanagloriarse de sus éxitos en público, con influencias eficaces sobre las dirigencias políticas, quienes serían llamados más tarde «oligarcas» comenzaron a afirmarse en la segunda mitad del siglo xix en distintas regiones del continente5. Tiempo más tarde, los monumentos, los nombres de las calles, la compilación escrupulosa de documentos oficiales e íntimos, las obras que celebraron sus proezas e infamias vendrían a enlazar durablemente a las viejas familias patricias con la construcción de los Estados nacionales y la integración (en general a sangre y fuego) de sus territorios y poblaciones.
Como tan bien se deduce de los escritos de Aristóteles y Pareto, este proceso no ocurrió en esta región, como en ninguna otra, de manera lineal. Exceptuando la continuidad imperial que acompañó la conformación del Estado brasileño, tanto en Argentina como en Chile, en México como en Colombia, fueron necesarias guerras y conflictos internos para que una fracción o una alianza de fracciones lograra imponerse sobre las demás. Solo entonces las llamadas «repúblicas oligárquicas» pudieron enfrentar el doble imperativo que atraviesa la bandera brasileña: la búsqueda de alcanzar a la vez el orden y el progreso de sus naciones.
Dos condiciones históricas acunaron, a finales del siglo xix, el poder de las oligarquías latinoamericanas. En términos económicos, el predominio de estos grupos se asentó en la apropiación de recursos naturales claves. En Argentina, la concentración de la propiedad rural se fue afirmando y excluyó tanto a las comunidades originarias como a la mayoría de los colonos europeos que llegaron después. En México y Chile, la situación fue más compleja porque el dominio de la tierra se combinó con la explotación minera en la que predominaban los capitales extranjeros. Pero los recursos naturales no habrían sido suficientes sin dos alianzas cruciales. La primera fue aquella que Tulio Halperin Donghi denominó el «orden neocolonial»: un entramado de vínculos con las potencias imperiales, primero con Gran Bretaña y posteriormente con Estados Unidos, que permitió que los países se insertaran en la división internacional del trabajo como proveedores de recursos naturales valorados internacionalmente6. La segunda alianza consistió en la construcción de acuerdos entre autoridades nacionales y locales7. En algunos casos, existió cierta correspondencia entre quienes detentaron el dominio de los recursos económicos dinámicos y aquellos que, a través del Estado, decidieron sobre los designios de distintos territorios. En otros, la correspondencia fue menor, y distintos mecanismos (tributarios, legislativos) permitieron cimentar los acuerdos que fundaron el orden.
Revoluciones, reformas, tecnología: el largo declive de la sociedad tradicional
En qué medida las viejas oligarquías siguieron controlando los resortes económicos y políticos de sus naciones en el siglo xx y xxi es un interrogante que requiere indagaciones minuciosas y complejas. Como en todos los países, siguió y sigue habiendo en los de América Latina estratos superiores que controlan recursos estratégicos y ejercen influencia. La cuestión es si los recursos, los apellidos y las formas de ejercer el poder perduraron a lo largo del tiempo.
Responder de manera concluyente a esta pregunta requeriría una labor titánica. Demandaría, en efecto, reconstruir en paralelo la genealogía de la riqueza, de las familias y sus proles para observar en qué medida los recursos siguieron siendo valiosos, se reprodujeron, ampliaron y continuaron en manos de los descendientes. Saldar esta inquietud exigiría primero identificar qué temporalidad es juzgada mínima para construir un linaje (¿el pasado colonial?, ¿la construcción de los Estados nacionales?, ¿las primeras décadas del siglo xx?). Luego, sería necesario proceder a una doble reconstrucción genealógica: la de los apellidos y la de la fortuna. De cada una de estas genealogías se derivarían nuevas preguntas: ¿qué proporción en el parentesco se requiere para ser considerado legítimo heredero de una estirpe?, ¿qué magnitud patrimonial es juzgada suficiente para concluir que estamos frente a la reproducción exitosa de una elite? Tarea compleja para los especialistas en las cortes medievales europeas, sociedades cerradas, estables y donde esta información se registraba escrupulosamente, resulta una empresa faraónica para un continente con la agitación e informalidad de América Latina en la modernidad.
A la espera de indagaciones de semejante magnitud, algunos indicios parecen reafirmar un peso modesto de las familias tradicionales en la vida política y económica contemporánea. La inestabilidad institucional así como las recurrentes crisis de acumulación parecen haber sido, durante el siglo xx, oportunidades propicias para trastocar la composición de las familias latinoamericanas más poderosas y adineradas. Los historiadores son los más renuentes a certificar una permanencia cuya erosión muchos de ellos contribuyeron a documentar. El indicio más conocido del declive de la sociedad tradicional fue el ocaso político de las viejas oligarquías. El surgimiento de movimientos contestatarios, de partidos revolucionarios y reformistas, y de gobiernos que ampliaron el arco de los grupos sociales representados en el poder político socavó la relación exclusiva o preferencial de las familias tradicionales con los regímenes políticos de la región8. A su vez, este desafío tendió a corresponderse con un cambio drástico de las condiciones que habían alumbrado la bonanza de la vieja oligarquía. Con la Gran Guerra y la crisis de 1930 quedó en evidencia la vulnerabilidad de la región y de sus elites a las fluctuaciones del mercado externo. Países como Chile y México llevaron a cabo sendas reformas agrarias que fueron alterando la propiedad de la tierra y erosionando el poder de las elites rurales9. Argentina y Brasil no avanzaron por esa vía, pero adoptaron reformas −como el congelamiento de los arriendos o los precios− que debilitaron las potestades de muchos productores agropecuarios10. Incluso algunas postales ilustran en qué medida las familias de apellidos notables buscaron casar bien a sus hijas para salvarse de un descenso estrepitoso en la escala social11.
Las actividades primarias que habían respaldado a las viejas oligarquías no solo dejaron de ser tan rentables; en las naciones más grandes del continente, fueron reemplazadas por el dinamismo y la centralidad de las actividades urbanas. Cierto, algunos de los herederos más lúcidos de las familias tradicionales supieron reorientar sus negocios. No obstante, la pujanza del comercio, los servicios y la industria facilitada por los Estados interventores alumbró nuevas oleadas de enriquecimiento y gestó nuevas fortunas. Surgieron así nuevas categorías para designar a estos empresarios prósperos entre las cuales la de «burguesía nacional» conquistó las mayores esperanzas y desilusiones. Como sea, los patrimonios anclados ahora en actividades destinadas a las ciudades y a los mercados internos reemplazaban en el podio de la riqueza aquel amasado en la naturaleza y para la exportación por parte de las viejas familias.
Claro está, en la mayoría de los países del continente, las actividades primarias no perdieron importancia. De hecho, las reformas de mercado primero y el boom de los commodities después contribuirían a finales del siglo xx a relanzarlas. Ahora bien, llegados al presente, ni las formas de producción son las mismas ni son los descendientes de las viejas oligarquías quienes se ubicaron a la vanguardia de esta renovación12. En México o en Brasil, en Argentina o en Chile, los frutos de la naturaleza siguieron siendo una fuente de riqueza singular en términos de exportaciones, recursos tributarios y, en el caso de los productos agrícolas y ganaderos, de bienes fundamentales para el consumo de las mayorías. No obstante, con los avances en las técnicas extractivas y en las semillas y fertilizantes empleados en la producción agrícola a gran escala, la centralidad de la tierra perdió importancia frente a otros factores de la producción y comercialización. Quienes lideraron estas innovaciones fueron muchas veces las autoridades o las empresas globales que intervienen en la maximización de los rindes y que no tenían necesariamente una relación de apego perdurable con los territorios. Así, los Estados, las compañías extranjeras o los fondos de inversión se afirman hoy, mucho más que los herederos, como los grandes protagonistas de la primarización de la producción latinoamericana.
Es probable que las viejas oligarquías sigan siendo fuertes en las zonas más alejadas de los centros neurálgicos de cada nación donde la propiedad de la tierra sigue siendo fundamental, el poder económico y político construyeron lazos estrechos y los herederos lograron perpetuarse en las posiciones más encumbradas, inmunes al paso del tiempo. Pero presuponer que eso ocurrió en la cúspide de los gobiernos latinoamericanos resulta por lo menos dudoso.
Pocos, blancos, ricos… ¿y qué más?
Al menos en las incursiones que hice al mundo de las elites en Argentina, la noción histórica de oligarquía resultaba, para propios y ajenos, un anacronismo. Tanto en las actividades industriales como en las financieras, en las primarias como en las comerciales, en los clubes selectos como en la política, todos concluían que lejos de constituir un grupo poderoso y exclusivista, los miembros de familias tradicionales ocupan un lugar secundario. Según protagonistas y observadores, las familias tradicionales «desaparecieron», «se extinguieron en la tercera generación», «están en pie de igualdad con los otros», «quedan solo de adorno».
Pronto comprendí que, con mayor o menor conciencia, la figura del oligarca suele evocar imágenes más afines a los personajes de las novelas de Balzac que a retratos fidedignos de los grandes protagonistas del capitalismo globalizado. Envuelto por la magia del terroir y el culto de las tradiciones, el vino me ofreció una experiencia reveladora. Al ir al encuentro de los bodegueros, esperaba encontrar descendientes de familias de origen europeo, que habían logrado perpetuarse en el negocio, dotados de una distinción e influencia política propia de las aristocracias medievales. Al salir al terreno, la historia era bien otra. No solo el consumo de masas y los precios máximos habían alentado durante el siglo xx la erradicación de cepas selectas y su reemplazo por racimos más rendidores, sino que también habían favorecido la conformación de grandes empresas y cooperativas donde quedaban pocos herederos de la primera generación. La producción de un vino más sofisticado a finales del siglo xx había traído consigo a algunos productores nacionales visionarios (la mayoría de riqueza reciente), aunque convivían con fondos de inversión de distintos afluentes, ejecutivos con trayectorias corporativas en sectores distantes, multinacionales productoras de bebidas espirituosas, jubilados extranjeros que se lo tomaban como un hobby, emprendimientos de diverso tamaño y organización13.
El vino mendocino era apenas una muestra de lo que define hoy a las elites latinoamericanas. Si bien estas economías siguen celebrando algunos grandes carismas, muchos de los cuales se hacen fuertes diversificando sus inversiones en distintas actividades, estos hombres en puestos de mando se encuentran muchas veces asociados o subordinados a accionistas. En el vino, como en otras industrias, en Argentina como en Brasil o México, podría decirse que existe cierta oposición entre los poderes corporativos internacionales y los grupos económicos diversificados de origen local. Pero las relaciones son complejas y móviles. Existen muchas formas de interpenetración e incluso cuando los empresarios locales logran afirmar solos su prosperidad, es probable que se conviertan en «baqueanos», conocedores de su actividad, de los contactos locales, de la información necesaria para dar continuidad al negocio o desarrollar un nuevo emprendimiento con fondos extranjeros.
Más que delimitar un pequeño círculo de notables o de personalidades excepcionales, el capitalismo financiarizado incita a expandirlo y considerar las reglas impersonales que lo gobiernan. Como subrayan Aeron Davis y Karel Williams, al rechazar la vigencia de la tesis desarrollada en La elite del poder por Charles Wright Mills, hoy el poder económico remite menos a un conjunto de grandes capitanes de empresa que a una diversidad de actores, en estado activo o latente, muchos de ellos «expertos intermediarios, de la tecnología a las finanzas, que no trepan por una única escalera organizacional, sino que se mueven entre oportunidades y crisis»14.
En este sentido, si bien siguen existiendo hombres de negocios anclados a sus territorios o vinculados de manera perdurable a una actividad, el florecimiento de las finanzas permitió concentrar grandes ganancias apostando más bien a la liquidez y la diversificación. Al poder de los empresarios y ejecutivos ligados de manera más flexible a las grandes empresas privadas han de agregarse las peculiaridades de los capitales financieros. Los discursos críticos alimentan la sospecha de que detrás de estos flujos está el círculo acotado de ricos. No es cierto. Los capitales financieros aúnan recursos de distintos afluentes. Aunque muchos se nutran de las inversiones de magnates y, cuando son institucionales, de fondos aportados por grandes países, las principales fuentes son fondos de jubilación, pensión y seguro y la comercialización de instrumentos de securitización que combinan inversiones de mayor y menor retorno.
Ante esta integración más impersonal que comunitaria del capital en la era de la globalización, no sorprende que, a diferencia de lo postulado por la noción de oligarquía, las relaciones entre pares y la lealtad de los subordinados revistan menor importancia. Por un lado, muchos estudios demuestran que las redes interpersonales se debilitaron con las reformas de mercado y la mayor integración comercial y financiera de los distintos países15. Por el otro, la obediencia de los trabajadores depende de un conjunto mucho más sofisticado de dispositivos (biométricos, digitales, de vigilancia a distancia) que no requieren que las bases conozcan y reconozcan el poder de las elites. Si las clases altas globales despiertan admiración no es por sus apellidos centenarios sino por un «mérito» para la competencia que los hace, muchas veces, sentirse y ser reconocidos como moralmente superiores.
De este modo, el crispado rechazo por las oligarquías se parece más al encono contra un hombre de paja que a una denuncia susceptible de revertir los mecanismos que instituyen y reproducen las mayores desigualdades sociales en el continente. Los argumentos que evocan espantapájaros dan la ilusión de debilitar al oponente cuando en realidad establecen falsas confrontaciones, dejando las polémicas ancladas en la emoción, pero desprovistas de veracidad y empuje. Muchos latinoamericanos que conforman hoy las clases más altas accedieron de manera relativamente reciente a posiciones encumbradas y replican prácticas semejantes a las endilgadas a las familias tradicionales. En la medida en que honran el requisito de no haber reproducido sus fortunas a lo largo de generaciones y de haber labrado sus riquezas con esfuerzo, poco importa si son igualmente ricos y mezquinos que los demás. Por otro lado, el foco en unas pocas personalidades destacadas desatiende los mecanismos que gobiernan el capitalismo y que permiten un ejercicio del poder menos visible y responsable. Quienes buscan acumular ganancias ya no necesitan tanto como en el pasado estar anclados personalmente en el territorio, contratar grandes plantillas de personal, vigilar a sus subordinados, negociar en nombre propio con las autoridades de turno.
Es cierto, las elites latinoamericanas siguen siendo pocas, blancas, ricas. La denuncia de las viejas oligarquías agregaba bastantes condimentos más a la definición aristotélica. En este marco, si las formas de organizar la riqueza y de ejercer el poder dejaron atrás las novelas costumbristas y tienen los rasgos del capitalismo 4.0, ¿para qué arrastrar una categoría zombi? Los intelectuales críticos pueden seguir deslumbrándose con la boiserie y las revistas de celebrities, o mirar ahí donde anidan los mecanismos que fundan hoy nuestra sociedad y sus nuevas inequidades.
1.También conocida coloquialmente como «la Rural» o «la sra» por sus siglas, la entidad nuclea, desde 1866, a los más grandes propietarios y productores agrícolas y sobre todo ganaderos de todo el país.
2.Ver M. Heredia: «Reformas estructurales y renovación de las elites económicas: estudio de los portavoces de la tierra y del capital» en Revista Mexicana de Sociología vol. 65 No 1, 1-3/2003.
3.Salvador Rus Rufino y Francisco Arenas-Dolz: «El problema de la oligarquía en la Política de Aristóteles» en Revista de Estudios Políticos No 181, 7-9/2018.
4.W. Pareto: The Rise and Fall of Elites [1901], Transaction, New Brunswick, 1991, p. 36 (traducción de la autora).
5.Numerosos autores datan esta emergencia. Entre ellos, Sergio Bagú: «Tres oligarquías, tres nacionalismos: Chile, Argentina, Uruguay» en Cuadernos Políticos No 3, 1-3/1975.
6.T. Halperin Donghi: Historia contemporánea de América Latina, Alianza, Buenos Aires, 1992.
7.Entre otros autores que trataron la cuestión, v. Natalio Botana: El orden conservador. La política argentina entre 1880 y 1916 [1974], Sudamericana, Buenos Aires, 1998.
8.La Revolución Mexicana, por caso, modificó el rol del Estado y de la tierra en la acumulación de capital. Al respecto, v. Roderic Camp: Entrepreneurs and Politics in Twentieth-Century Mexico, Oxford UP, Nueva York, 1989.
9.En el caso mexicano, así lo documentan Larissa Lomnitz Adler y Marisol Pérez-Lizaur: A Mexican Elite Family, 1820-1980: Kinship, Class, and Culture, Princeton UP, Princeton, 1987.
10.Para Argentina, v. Roy Hora: Los terratenientes de la pampa argentina 1860-1945, Siglo XXI Editores, Buenos Aires, 2002.
11.La literatura argentina de mediados del siglo XX es pródiga en historias de descensos sociales compensados con la búsqueda de buenos acuerdos nupciales. Entre ellas, Luisa Mercedes Levinson: La casa de los Felipes, Santiago Rueda Editor, Buenos Aires, 1969 o Sara Gallardo: Los galgos, los galgos, Sudamericana, Buenos Aires, 1968.
12.Para el caso de la soja en Argentina, v. Carla Gras y Valeria Hernández: Radiografía del nuevo campo argentino, Siglo XXI Editores, Buenos Aires, 2016 y Carlos Freytes y Juan O’Farrell: «Conflictos distributivos en la agricultura de exportación en la Argentina reciente (2003-2015)» en Desarrollo Económico vol. 57 No 221, 2017.
13.M. Heredia: «Globalización y clases altas en el auge del vino argentino» en Revista Trabajo y Sociedad No 24, verano de 2015. Algo semejante ocurre con la bebida estrella de México, donde el predominio de compañías extranjeras es aún más contundente. Al respecto, v. Marie Sarita Gaytán: ¡Tequila!: Distilling the Spirit of Mexico, Stanford UP, Stanford, 2014.
14.A. Davis y K. Williams: «Introduction: Elites and Power after Financiarization» en Theory, Culture and Society vol. 34 No 5-6, 2017, p. 19.
15.Entre estos estudios, suele citarse como referencia el de William Carroll y Meindert Fennema: «Is There a Transnational Business Community?» en International Sociology vol. 17 No 3, 2002, pp. 393-419.
Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 303, Enero – Febrero 2023, ISSN: 0251-3552