Pareciera que la vida es absurda, que no tiene sentido en sí. Si ese fuese el caso, ante la ausencia de significado, deberíamos dárselo nosotros. Entonces si no hay significado de suyo, ¿para qué vivir? ¿Solo para construirlo? Este es un interrogante inconcluso.
Nacer, crecer, padecer, casarse, triunfar, fracasar, tener hijos, no tenerlos, divorciarse, envejecer, tener un cáncer, una discapacidad o la osadía de la decrepitud y la humillación. Lo que nos lleva a concluir que solo somos sujetos abandonados a una vida cuya trama puede compararse con una novela que siempre terminará mal: en la muerte del protagonista principal.
Otra vez asalta la misma pregunta: ¿Para qué? La respuesta que aparece es simple y siempre fue y será la misma: “Para nada”.
La vida es una fuerza ciega que vive para seguir viviendo. No hay más que eso. La voluntad por la voluntad, según el mismo Arthur Schopenhauer, es una trampa que la vitalidad misma nos tiende para eternizarse a sí misma. La perennidad ciega del absoluto ante la finitud del individuo consciente. Según Johann W. Goethe, el devenir como “juego trágico” de la naturaleza es cuando lo sublime cae en el nihilismo de lo enfermo. La existencia dentro de semejante marco solo se dirige a la muerte. Reabsorberse al todo.
Por consiguiente, la pregunta de por qué estoy vivo no es muy adecuada. Más bien debería formularse en ¿por qué elijo vivir? Si sigo viviendo es porque decidí hacerlo. Podría perfectamente haber elegido suicidarme -diría Jean-Paul Sartre-, sin embargo, no lo he hecho por el pleno ejercicio de esa libertad absoluta y acongojante a la que estoy arrojado irremediablemente. Por ello Albert Camus profirió en “El mito de Sísifo” que “no hay más que un problema filosófico verdaderamente importante: el suicidio”. Según esto el producir mi propia muerte es el asunto más relevante del pensamiento. ¿Y mientras tanto? Vivo. Existo. Estoy. Fabrico quimeras sobre una nada para nada.
Todo el significado que pueda crear o inventarme en ese lapso temporal y espacial de mi existir anónimo es una obra mía. Nada me condiciona. Por el contrario, si digo que algo lo hace fuera de mí es “mala fe”. Aquí el autor de “La nausea” trató de derrotar a Sigmund Freud, pero sin siquiera intentar evitar la inmanencia. En consecuencia, ¿para qué vivir? Responder a ello “auténticamente” (sin cimientos artificiosos) es imposible, lo mismo que es imposible responder a lo contrario: ¿para qué morir? Ocurrirá de todas maneras tarde o temprano. ¿Para qué adelantar lo inevitable?
Es como le dijo el auriga a Siddhartha cuando vio a un hombre enfermo, a un hombre viejo y a un hombre muerto: “Eso, gran príncipe, es la vida: envejecer, enfrenar y morir. Seamos príncipes o mendigos todos tendremos el mismo destino”. Todo el armado teórico del budismo consiste en tratar de escapar de esta ineludible verdad. El Buda lo encontró en la sinceridad, en la extinción, en la desaparición “nirvánica”. Dejar simplemente de ser, y a cambio blanquear que somos solo eso, vacío. Y hacerlo con alegría, porque no hay nada distinto, pues si seguimos el razonamiento de Soren Kierkegaard que, “a pesar de todo lo horrible Dios aún existe”, es caer en el abismo de la angustia. Reparar lo ausente con un Dios es crear nuevos problemas. En cambio, aceptar el sin sentido de que Dios no existe, o, por el contrario, que nos ha abandonado, es apropiarse de la realidad con simpatía. La solución parece sencilla: el reconocimiento que la salvación es una imposibilidad creada por románticos e ilusos que por piedad o por cinismo nos regalan mentiras. Los Dioses y sus voceros (los sacerdotes) nos han engañado.
El valor y el alcance de un proyecto vital se lo doy yo. Le otorgo ese don. Pero ¡eh aquí la paradoja!, aquella que notara el católico Henri De Lubac, empero, esa gracia la experimento como dada por “alguien más”. Esto es la transmutación de la inmanencia fría a la cálida trascendencia. Esto es revertir el crudo existencialismo en su contrario. Encontrar lo que me sobrepasa es lo que comúnmente se llama “espiritualidad”.
La espiritualidad, en este caso, es un “contra-existencialismo”. Es simplemente la aceptación consciente de que estamos vivos. De que participamos en una corriente que nos traslapa. Es respirar. Es una libertad distinta a la libertad sartreana, donde solo estoy arrojado a la angustia de elegir. Esa autodeterminación aterra. La libertad del espíritu es superior a la libertad de la materia. Sin duda. La trascendencia es mayor a la inmanencia. Pero el albedrío que da la espiritualidad es un plus de sentido auto otorgado ante el agujero absoluto que se vivencia como ajeno. Aquí puedo asumir un equilibrio.
Ahora bien, un “exceso de espiritualidad” ya nos convertiría en religiosos (lo cual nos haría perder la emancipación en buen grado al atarnos a la religación con un “Otro” al que admito como divino), y un exceso de devoción nos abrumaría de significaciones que nos haría esclavos de la superstición y del pensamiento mágico. La libertad del espíritu es una libertad media, es solo vivir, es lo que equilibra entre el existencialismo vaciante y la ingenuidad del optimismo, que puede conducir a la edificación mental de sincronicidades que no existen más que en mi cabeza.
No hace mucho estuve reflexionando en un capítulo de la serie inglesa “The Crown” cuando el príncipe Felipe de Edimburgo se entusiasma exageradamente con la llegada del hombre a la Luna. Claro, como era de la realeza pudo darse el lujo invitar a los astronautas a su palacio y entrevistarse con ellos. No obstante, cuando los trata ve con gran desilusión que, a pesar de su hazaña, eran unos verdaderos estúpidos. Los hombres con escafandras no encontraron ningún asombro ante el terreno lunar. Para ellos fue solo una misión espacial más. Solo contemplaron vacío. Piedras. Soledad. Y el decepcionado Felipe infiere que no hay extrañamiento en las cosas sino en cómo capturamos a esas cosas, que el hallazgo de lo importante de la vida lo da cierta clase de fe. Es decir, dicho fundamento no se encuentra en la respuesta, sino en la interrogación en sí. Como ilustra el escritor Antoine de Saint-Exupéry en “El principito”: “Mirad al cielo. Preguntad: ¿el cordero, sí o no, ha comido la flor? Y veréis como todo cambia…”
Sin fe aparece lo deshabitado, la soledad, la frustración de saber que el hombre llegó hasta lo más alto para no encontrar nada, solo el fantasma de lo inhóspito. En contraposición ver la maravilla, intuir el éxtasis, sentir cierta casualidad con admiración como divina creación o ver un diseño en lo informe, todo esto surge de apreciar que “alguien” más grande lo pensó para nosotros. La solución no está en la ciencia y la tecnología que nos vacían de sentido, que todo lo explican, sino en el misterio. Por tanto, el personaje de la serie concluye que la respuesta está en la fe de saber mirar lo que pocos osan ver. Pero agregaría yo, no fe en Dios, sino en instituir la vida como potencia suprema.
La espiritualidad puede ser una manera de surgir de las cenizas de la cruel realidad y encontrar esa salvación que nos rescate de la perdición de la verdad de la existencia y, a su vez, nos salve además de la candidez del mito. Pero, por otra parte, no debería ser un autoengaño, tal vez ser un “humano” (“humus”, “humildad”) es percatarse constituido por el asombro de la inmensidad de lo sagrado. De otro modo, los caminos que nos quedan son el dolor de durar o, en el peor de los casos, la honestidad del suicidio.