*Por Roberto L. Elissalde *
El Pbro. Domingo Soria Sosa, estimado amigo, buen lector de cosas de historia y curioso como un hombre del Renacimiento (algo de eso tiene ya que también es músico) está pasando unos días en Chivilcoy y recorrió el cementerio local. Allí tomó una foto de la tumba de Pascual Aulisio, “el famoso curandero, que hizo bien a tanta gente” a la vez que pregunta si “alguien tiene una historia de él”.
Efectivamente, la bóveda de don Pascual, en una esquina de la necrópolis, tiene su monumento y se la ve llena de placas de bronce, testimonio del agradecimiento de las personas en las que desparramó su caridad. Según una crónica, Pascualito -como era llamado popularmente- había nacido en Salerno (Italia) en 1889. Tenía 18 años cuando llegó a Chivilcoy. Enfermo de cuidado, fue atendido por la legendaria María Salomé Loredo de Zubiza, la “Madre María”, que lo curó y se convirtió en uno de sus apóstoles. Empezó su misión en Chivilcoy en octubre de 1920, con la presencia de la famosa sanadora, que ejerció hasta su muerte en junio de 1960 y al año se le rindió un merecido homenaje, descubriéndose su imagen en bronce en el cementerio local. Como bien lo dice la nota de la comunidad, “en una sociedad muchas veces insensible, cruel e indiferente, la figura imborrable figura de Pascualito es un terno y bello ejemplo de amor, entrega y solidaridad”.
No podemos olvidar en esta mención a Gerónimo Solané conocido como “Tata Dios”, el de la masacre en Tandil de 1872; Sixto Jofre, Manuel Games, entre otros. Sus nombres me trajeron a la memoria al famoso Pancho Sierra a cuya tumba en Salto me llevó el historiador local Enrique Virto hace más de dos décadas, y también de algún ejemplo en nuestra literatura.
Guillermo Enrique Hudson, en “Allá lejos y hace tiempo”, en el capítulo XIII, se refiere a don Evaristo Peñalva, un anciano que le pareció un patriarca: “Grave y respetable, con imponente barba, dueño de tierra, hacienda y numerosos caballos”, uno de los “principales estancieros del lugar”. Era “un hombre de mediana edad, estatura regular, piel blanquísima y larga cabellera negra. Tenía barba entera, nariz recta, la frente ancha y despejada y grandes ojos oscuros. De ademanes lentos y estudiados, se mostraba invariablemente serio, digno y ceremonioso en su modo y su lenguaje. Con todo a pesar de este aire altivo que le era característico, tenía fama de hombre bondadoso, tierno y sensible. Su afabilidad se manifestaba en el trato con todo el mundo, sin excluirá los pequeños, que son por naturaleza traviesos y suelen causar fastidio a los mayores”. Hudson andaba por los seis años cuando lo conoció.
Personaje singular, tenía seis esposas. Según el autor: “La primera, y por ende la única con la que se había casado por iglesia, tenía su misma edad o quizás algunos años más. Era una mujer muy morena, que había empezado a arrugarse. Algunos de sus hijos e hijas se habían casado; las dos menores eran mellizas y solteras y debían tener alrededor de treinta años. Ambas se llamaban Ascensión por haber nacido el día de la ascensión de la Virgen. Tan idénticos resultaban el rostro y la figura de estas hermanas que un día, siendo ya mayorcito, me encontré con una de ellas en la casa y empecé a contarle algo. En eso estaba, cuando la llamaron. Salió entonces afuera y regresó -al menos así me pareció a mí- poco después. Continué el relato, retornándolo desde el punto donde lo había dejado antes de que se fuera. Sólo al notar la mirada de sorpresa y curiosidad”.
Esta poligamia no le menoscababa en nada el respeto del vecindario. Dice Hudson que “se lo estimaba y apreciaba mucho más que a la mayoría de los hombres de su posición social. Cualquiera que se viera en apuros, que tuviera un problema o una pena – que sufriera a causa de una herida o padeciera una enfermedad, se dirigía a la casa de Don Evaristo, en busca de un consejo, de ayuda o medicinas -según el caso -. Y si el mal era incurable se lo hacía llamar para que escuchara la última voluntad del moribundo y redactara su testamento. Porque Don Evaristo estaba considerado como un hombre de letras y tenía fama de persona culta entre los gauchos. Despertaba en éstos mucha más confianza que cualquiera que ostentara el título de doctor”.
A continuación describe el método que empleaba para curar el herpes zoster conocido como culebrilla, “dolencia muy común y muy peligrosa en esa región. Era considerado infalible. Es una erupción parecida a la erisipela que se extiende alrededor de la cintura, cubriendo una zona bien delimitada. ‘Si la banda no está completa’ -solía decir Don Evaristo- no puedo curar el mal'”. En estos casos mandaba a buscar un sapo grande al arroyo y hacía que el paciente se desnudara. Tomaba entonces la pluma y escribía con letra firme en el espacio de piel que aún estaba libre de la inflamación: “En nombre del Padre. . . ” etc. Luego frotaba la zona afectada muy suavemente con el sapo. Este, indignado, se hinchaba hasta que parecía que estaba a punto de reventar, y su verrugoso pellejo exudaba una secreción lechosa. En eso consistía el tratamiento. Una vez finalizado, “el paciente se curaba”.
Unos diez años Guillermo Enrique Hudson trató a don Evaristo, hasta que se mudó a otro campo a unas leguas de su anterior domicilio. Quiso el destino que en una de sus salidas, un pulpero le diera el dato del paradero del paisano, y fue a visitarlo a “La Paja Brava”, el otro establecimiento que había comprado. El nombre de Evaristo Peñalva lo seguía, “podía tener seis mujeres en vez de una si se le antojaba. Nadie iba a atreverse a poner en tela de juicio su bondad, su sabiduría y su innegable condición de buen cristiano por ello. Cabe añadir que Peñalva, como Enrique VIII, que también tuvo seis esposas, era en rigor un hombre virtuoso. La única diferencia entre el gaucho y el monarca estribaba en el hecho de que cuando el primero deseaba una nueva cónyuge no se deshacía de ninguna de las anteriores como acostumbraba a hacer el segundo”.
Seguro que un vecino de Chivilcoy, Roberto Fusero, admirador de la obra de Hudson se alegrará al leer este artículo por estas coincidencias.
* Historiador. Académico de número y vicepresidente de la Academia Argentina de Artes y Ciencias de la Comunicación.