Hijo del general don Miguel y de doña Justa Basavilbaso (sus padres eran primos), el vocal de la Primera Junta de Gobierno patrio, la familia vivía en la esquina de las actuales calles Rivadavia y Reconquista, frente a la plaza de Mayo, donde vio la luz Miguel José el 26 de febrero de 1805. Se ve que nació algo complicado de salud ya que la partera, llamada María del Carmen Ortiz, lo bautizó con el agua de socorro y una vez examinado que lo había realizado de acuerdo al ritual de la Iglesia, el 19 de marzo, y por eso le pusieron ahí José de segundo nombre, recibió los óleos con el padrinazgo de don Francisco Ignacio de Ugarte, prior del Real Consulado. El acta consigna quién eran además los abuelos, personajes de no menor figuración en la sociedad de su tiempo, que “tenían bien alhajadas sus casas” y conservaban “cuadros de la escuela española”.
Familias numerosas, emparentados con los Ross, Santa Coloma y Olaguer Feliú, Miguel pasaba el verano junto a sus tres hermanas en la quinta familiar de los Olivos, que a la muerte de su padre, en 1833, heredó.
Realizó los estudios en Buenos Aires y seguramente por mandato familiar ingresó en el Ejército, aunque no participó en ninguna de las guerras de la época: era comandante del cuerpo de Cívicos, que integraban 140 hombres y defendió el orden marchando a la Fortaleza en defensa del gobernador Manuel Dorrego en diciembre de 1828.
No fue partidario de Juan Manuel de Rosas y sufrió la cárcel y el exilio en Chile, que compartió con Domingo F. Sarmiento y Vicente Fidel López. De regreso a Buenos Aires se dedicó a la actividad ganadera en Pergamino, donde fundó el establecimiento “San Miguel”. Hombre de buen gusto, en Buenos Aires participaba de la vida social y fue de los primeros socios y presidente entre 1854 y 1857 del Club del Progreso, además de miembro del Consejo Municipal, tareas que alternó como su vida con el manejo de sus bienes personales, que no eran pocos, y algunos viajes a Europa.
Víctor Gálvez (Vicente G. Quesada) en sus “Memorias de un viejo” así lo describe en la tertulia de su sobrino Olaguer Feliú: “Don Miguel J. de Azcuénaga, ya en sus últimos años concurría a la tertulia de la mañana; era entonces municipal y las cuestiones de la administración del Municipio le preocupaban. Alto, sumamente grueso, tenía su fisonomía un no sé qué de apoplético por su color sanguíneo. Aun cuando su estatura y su abdomen eran muy desarrollados, empero marchaba con agilidad, se notaba a veces alguna fatiga cuando hablaba. No tomaba parte de las conversaciones literarias, pero sí discutía las cuestiones administrativas. Había sido jefe de policía, presidente de la municipalidad, miembro de las cámaras legislativas, de modo que conocía prácticamente el movimiento político y legislativo durante un largo período, después de la caída de Rosas. Conocía a todos los hombres políticos”.
Don Miguel falleció en su quinta olivense el 19 de enero de 1873, hacen hoy exactamente 150 años.
Digamos de paso que cuando heredó esa propiedad en la Punta de los Olivos, como se conocía la zona, instaló una cabaña para criar animales y refaccionó la propiedad con la ayuda de su amigo, el arquitecto Prilidiano Pueyrredon. La construcción de la casa data de 1854, se acompaña el plano y una vista del edificio realizada por el encargado de la obra y afamado pintor en 1851, que estuvo en poder de don Ricardo de Lafuente Machain. La residencia la ubicó sobre la barranca, que entonces dominaba el Río de la Plata, llena de ventanas muy amplias, cosas no muy común en la época a tal extremo que él vio la vio la comparó con los palomares que abundaban en las quintas y estancias y con humor la llamó “la pajarera”.
Desde Cádiz le escribió a su amigo interesado en saber cómo estaba la edificación de la quinta que había proyectado “lo veo a Ud. dirigiendo sus obras de los palomares. Cuando esté concluida la casa de la Chacra, no deje Ud. de participármelo, para acabar de decidir mi vuelta a Buenos Aires, porque no puedo resistir el deseo de ver el efecto de mi plano. Lo que no percibo bien es la armonía de la colocación y el estilo del palomar monstruoso”.
Pueyrredon retrató a su amigo Azcuénaga sentado, mirando a la derecha, junto a un escritorio de madera rojiza con una tapa de paño verde sobre la que parece una carpeta negra con papeles, un tintero de plata sobre una bandeja del mismo metal y un pisapapeles de cristal; el brazo derecho lo apoya sobre el mueble y la mano izquierda sobre el muslo. Viste cuello y pechera blancos, corbata de moño, levita, chaleco y pantalón negro. Su tez es rosadal como lo señalara Gálvez, de ojos azules, frente prominente, cabello castaño y largas patillas que dejan ver algunas canas. Tenía el retratado en ese momento 69 años.
Huelga decir que la quinta a la que nos referimos es la actual residencia presidencial de Olivos, que don Miguel José de Azcuénaga mandó construir. Este año del sesquicentenario de la muerte de su propietario y del bicentenario de su construcción, ambos merecerían un homenaje por parte de quienes la habitan. Y abrirla para que el público la visite, como se hace con los grandes castillos y residencias de Europa, sería un digno recuerdo a ambos.
* El autor es historiador. Académico de número y vicepresidente de la Academia Argentina de Artes y Ciencias de la Comunicación