Hay quienes se alarman ante la posibilidad —que consideran probable— de que el kirchnerismo decida emular a los seguidores de Bolsonaro e intente, una vez conocidos los guarismos finales del comicio, desconocer la victoria electoral de cualquier otro candidato que no fuera el suyo. En tren de tejer conjeturas y plantear escenarios apocalípticos la imaginación —entre nosotros tan fértil— puede extraviarse con facilidad. No cuesta nada razonar conforme al criterio —bien extendido hoy día— de que los populismos de derecha y de izquierda, que se esparcen como reguero de pólvora en un mundo tan convulsionado, tienen patrones de conducta comunes y obran, a pesar de los matices ideológicos que los distinguen, de idéntica manera. Trazar, pues, una fantasiosa comparación de la así llamada extrema derecha brasileña con la izquierda kirchnerista, en punto a sus anclajes antidemocráticos y su ningún respeto por las instituciones republicanas, resulta tentador. Pero, por atractivo que sea el paralelo planteado, no deja de representar un disparate.
Existiría una mínima chance de gestar algo parecido a lo que aconteció en el vecino país si, a semejanza de Brasil, aquí el Frente de Todos perdiese por menos de dos puntos porcentuales la elección en segunda vuelta. Si la diferencia —como todo lo hace suponer— resultase mucho más abultada, salir a la calle e invadir el Congreso de la Nación o la Corte Suprema de Justicia sería imposible. Para gestar una pueblada así es menester un clima de tensión insoportable y que sea al menos verosímil la idea de que ha habido un fraude hecho a expensas del oficialismo. La capacidad de movilización del kirchnerismo ha quedado reducida a su mínima expresión, unida al hecho de que la argentina es una sociedad proverbialmente cobarde. ¿Quién estaría dispuesto a atropellar los espacios públicos en defensa de una administración que suscita el rechazo de casi 70 % de la población? Para arriesgarse de tal forma es necesario que cientos de miles de personas —o acaso millones— crean que ha sido burlada la voluntad popular.
La situación en la que se encuentra el gobierno no permite diseñar un plan semejante al que puso en práctica una facción considerable del bolsonarismo. Tal como están las cosas, no se hallan en condiciones los principales dirigentes K —muchos de ellos peleados a muerte entre sí— de hacer lugar a un proyecto insurreccional de semejante envergadura. En un espacio balcanizado y con profusión —cada vez mayor— de caciques que se consideran idóneos para oficiar de candidatos presidenciales, ni la mente más calenturienta podría darse el lujo de pensar en tamaño barbarazo. Suficientes problemas se recortan en el horizonte para agregarle vértigo a la deriva gubernamental.
A los de índole económica se le suman los político-electorales. En el curso de la semana pasada Juan Schiaretti y Juan Manuel Urtubey oficializaron algo que se veía venir a partir del momento en que Cristina Fernandez decidió dar un paso al costado en lo que hace a la candidatura presidencial. Más tarde o más temprano, en el seno del peronismo ortodoxo —o, si se prefiere, no kirchnerista— la tentación de lanzarse al ruedo y competir en los comicios de octubre con boleta propia, iba a tomar cuerpo. Si la única capaz de unir a la gran mayoría de las tribus justicialistas abandonaba la escena, era claro que algunos aprovecharían la ocasión y pondrían en marcha una estrategia tendiente a alzarse con parte de ese electorado.
La movida de los dirigentes de Córdoba y de Salta, en caso de prosperar, supondría abrir una rajadura de proporciones en el astillado navío oficialista. Más allá de cuántas voluntades
puedan sumar de los sectores independientes, cualquier sabe que la pesca mayor será en el mar
peronista. A quien le quitarían votos no es a Juntos por el Cambio o a Javier Milei, sino al vasto
conglomerado electoral que apoyó a la fórmula de los dos Fernández en el año 2019. El grado
de desencanto está tan extendido que no es de extrañar que la fuga de sufragios del oficialismo
—recuérdese que en los comicios legislativos de medio termino, cuando la situación económica
y social no había llegado a los extremos de hoy, perdió cuatro millones de seguidores— se incremente hasta topes peligrosos.
Buena parte de las encuestas conocidas arrojan una diferencia de seis puntos —poco más o menos— entre el segundo en las preferencias populares, el frente K, respecto de los libertarios, que marchan terceros. Pero qué es lo que podría suceder si un espacio con base peronista —aunque no exclusivamente integrado por peronistas— le quitase seis puntos al partido del gobierno, para poner un ejemplo. La respuesta no es muy difícil: la posibilidad de que Milei entrase en la segunda vuelta se transformaría en probabilidad. Estas simples sumas y restas —que, por supuesto, hay que tomar con beneficio de inventario— no son caprichosas ni intelectualmente antojadizas. Ponen de manifiesto —tan sólo— los riesgos derivados del hecho de no contar el oficialismo con un candidato indiscutido y de carecer, en una instancia como la presente, de una conducción centralizada capaz de hacerse obedecer a lo largo y a lo ancho de la geografía nacional.
Es evidente, a esta altura del partido, que hasta los funcionarios más astutos dentro del gobierno pierden el sentido de la realidad cuando perciben que —por muchos que sean sus esfuerzos— los resultados obtenidos no se corresponden con las expectativas que habían imaginado. Nadie duda de que Sergio Massa aventaja en punto a inteligencia práctica, arrojo personal y contactos con los principales factores de poder, a Alberto Fernández y a todos los demás miembros de su gabinete. Asumió como ministro de Economía en un momento crítico y salvó al oficialismo del naufragio al que parecía condenado. Sin embargo, acaba de tomar una decisión que sería esperable si el titular de la cartera que ocupa fuese Axel Kicillof o Guillermo Moreno. Meter al sindicato de Camioneros y a algunas organizaciones piqueteras a controlar precios revela no sólo una falta de tino político grosera. Parece, también, un manotazo de ahogado. La única explicación es que no encuentre la forma de domar la inflación y, por lo tanto, —en su desesperación— haya optado por avanzar en un camino que lo llevará al fracaso.
Sin que nadie se lo exigiese, fue Massa el que puso a abril como clave en términos del desenvolvimiento inflacionario. El mensaje de que en el mes señalado el índice de precios al
consumidor rondaría 3 %, podría jugarle en contra. Es que si no consiguiese cumplirlo, su misión
habría fracasado. Quizá no fue esa la intención del ministro estrella al hacer el anuncio, pero no
se requiere mucha sabiduría para colegir que si el hombre que se halla al frente de la hacienda
pública vaticina que la inflación va a descender considerablemente, y ello no ocurre, está en
problemas serios.
Con Cristina Fernández muda, su hijo Máximo desaparecido sin aviso, el peronismo en estado de ebullición, el presidente repitiendo como un descerebrado que “la economía crece y la gente está contenta”, el “blue” y los dólares financieros volando, Massa convocando a la patota de Moyano y la sequía haciendo estragos, es un secreto a voces que acaba de dar comienzo un año tan difícil como decisivo.